Sólo Faltaba El Gato

Cómo me acuerdo, Oh Nora Ham, del año en que juntas fuimos alumnas de la maestra Susanita en la escuela primaria. Eras un chica amarilla, descendiente de inmigrantes chinos que habían llegado a México hacía muchos años procedentes de Shanghai vía San Francisco, y aborrecías de tal modo a la pobre maestra Susanita, que te pasabas el tiempo haciéndole pasar malos momentos.

A mí también me caía mal Susanita, pero como t£ me caías mucho peor; de vez en cuando te decía: “¡No te burles de Susanita! ¡Te lo prohibo!” Mientras que tú arrugabas la nariz y contestabas: “¡Cállate! Esto a ti no te importa.” No s‚ por qué‚ no te gustaba la maestra Susanita, cuando que ella dejaba ver por ti un cariño desinteresado y piadoso. Además, Susanita era mucho mejor que otras maestras, porque nos contaba historias de reyes y príncipes que hacía mucho tiempo habían vivido en lugares remotos. A uno de aquellos príncipes yo lo tenía destinado para mi futuro; pensaba amarrar la felicidad casándome con uno de ellos. Pero tú no parecías cogerle el gusto a todo aquello y, como te encantaba dar la contra, te mostrabas indiferente: ponías cara de petulante y le dabas a todo muy poca importancia. A veces creo que a m¡ me daba mucho más miedo que a ti el que la maestra te fuera a cachar tratando de fastidiar la clase.

¡Qué cosa extraña, el que te murieras de coraje por haberte llenado la cabeza de poemas y proverbios chinos y no haber encontrado quien quisiera oírlos! ¿He dicho la maestra Susanita? Caray, ¿era Susanita? ¿o la maestra Lupita? No se llamaba así nuestra profesora de quinto año de primaria. Porque, aunque nos odiábamos, estuvimos juntas los seis años de primaria. Y para colmo de nuestra mala suerte, nuestras madres se hicieron amigas y, odiándonos como nos odiábamos, nos teníamos que visitar frecuentemente.

Pobre maestra Susanita, tan buena viejita. Todavía la recuerdo perdiendo el juicio: rechinando los dientes postizos y echando espuma de a de veras por la boca. Gritando que ella no poda continuar la clase si no sacaban a aquel gato del salón. Gato que, por supuesto, no existía, sino que era aquel ruido que tú, de una manera bien subrepticia, hacías para fastidiarla. Yo muchas veces estuve a punto de decirle, de arrancarte la máscara farisea y de contarle a la profesora toda la verdad: que aquellos ruidos extraños que escuchaba en el salón de clase no eran producto de infernales fantasmas, como ella imaginaba, sino los molestos ruidos que su cretina alumna consentida hacía. Pero, entonces estaba yo segura de que todo hubiera sido en vano, porque ella, en ti, no encontraba nada que censurar y sí mucho que elogiar. Además, a mí se me había ordenado no hablar nunca, porque, según la maestra, todo lo que yo decía sólo servía para ponerla nerviosa o en aprietos.

Me acuerdo que la pobre Susanita, con esa su manía de exagerarlo todo, empezaba hablando de los griegos; luego, al escuchar un maullido de un gato, daba un salto abrupto a los hebreos; cuando oía un chillar de ratón, continuaba con los escitas y al espantarse con aquel infernal cacarear de gallina, se hacía bolas y terminaba por no saber lo que decía. Susanita acababa por ponerse nerviosa, después furiosa y, finalmente, ponía el último punto pidiéndome a mí, quien estaba completamente callada, que guardara silencio, porque, según ella, estaba yo platicando. ¡Qué cosa! Me regañaba a mí, quien no había abierto para nada la boca. A mí, que era la única niña del salón que no tenía con quien platicar, ya que estaba sentada en el rincón de las niñas castigadas.

Cómo me acuerdo que, cuando ella escuchaba aquellos ruidos gatunos, a mí me lanzaba unas miradas llenas de enfado, pero al mismo tiempo estaba convencida de que no podía ser yo quien hiciera tanto ruido, ya que éste provenía de la fila de las niñas aplicadas y yo estaba sentada en el de las burras. ¡Te odio!, Nora Ham, ¡Te odio! No me queda más que odiarte. ¡Vieras cómo me alegré el día en que terminé la primaria!, pues estaba segura de que de ahí en adelante mi vida cambiaría ya que no te tendría a ti a mi lado de compañera. Aunque casi estuve a punto de lanzarme a un hoyo cuando escuché que tu madre y la mía se ponían de acuerdo para inscribirnos en la misma escuela secundaria. Para mi fortuna, tú te cambiaste de casa y nada de aquello fue posible, pero estuve, as¡ de cerquita, de estar junto a ti otros tres años. ¡Ufff! Qué mala te veías, Nora Ham. Estoy convencida que si Susanita se hubiese dado cuenta lo que había detrás de tu carilla hipócrita y tus ojillos de rendija, habría arrojado sobre ti todo su desprecio, y yo me hubiera sentado en el asiento de las aplicadas y tú en el de las burras. Pero como siempre fuiste una mosca muerta, pasabas por ser una chica bien educada; mientras que yo, quien siempre he sido una pésima actriz, aparecí ante los ojos de la maestra como una bárbara barbaridad.

*Rosa Carmen es profesora de la UNAM en México

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