Simpatía Por El Diablo

Para Eduardo Miranda, “El Diablo”

Le facilité‚ las cosas al Diablo/ con tal de que me contase su vida./ Lo coroné de guirnaldas/ y lancé pétalos a su paso/ mientras él fabulaba/ su biografía macabra/ llena de acción y metáforas apestosas/ (igual que los seres creativos, nunca puede aceptar fatuos convencionalismos)./ Pensó en estafarme el ánima/ mientras yo escuchaba emocionada./ Pero se rompió la fórmula/ cuando a la ilustre tonteja/ se le ocurrió contar su historia./ Ahí fue cuando nos mandamos al demonio.

Y así fue como estando en la fila del banco me encontré con El Diablo: un tipo flaco y alto, pero de pompis muy paradas, al que conocí en un amable día de abril allá por la época en que yo estudiaba el bachillerato. Como, en el banco, ambos íbamos acompañados, fingimos no reconocernos, solamente nos mirábamos de reojo; pero recordé que cuando empecé a tratarlo, siempre que lo veía mi sangre estaba a punto de alcanzar su grado máximo de ebullición. El Diablo estaba dentro de mis preferencias: era casi casi una adicción, casi casi una droga; durante años guardé sus fotos para hacer, aunque sea con ellas, el coffee-break de las once.

El Diablo era muy valiente: Valor, valor, valor y más valor era su lema. Con sus historias me recordaba a Simbad, y como además le hacía al poeta, escribía unos poemas que según yo tenían la influencia de T.S. Eliot -aunque él siempre dijo que más bien padecían la influencia de Omar Kayam. Como le gustaba cantar, al hacerlo me recordaba al Charro Avitia (que Dios tenga en su gloria) y por aquella su necesidad enfermiza de sentirse poderoso e invencible y meterse siempre en problemas, a James Bond. Estoy segura que la madre del Diablo en lugar de leche le puso gasolina al biberón. Y como a Eduardo le encantaba jugar con el peligro y coquetear con la fatalidad, exactamente por eso es que me volví loca… claro que ahora ya estoy mejor.

Antes de conocer al Diablo yo no sabía lo que era jurar en vano; pero cuando lo conocí juré por todos los dioses habidos y por haber; juré y juré hasta por los huesos de mi abuela (quien hasta la fecha todavía se encuentra viva).

Parada en aquella fila del banco en la que me disponía a cambiar el cheque de mi quincena, recordé, también, cómo un viernes por la noche fuimos a bailar, y El Diablo apareció bien trajeado y peinadito al estilo John Travolta: era de los que nunca subían por mi hasta mi casa, solamente tocaba el claxon, y yo, como la Cenicienta, emocionada me calzaba de prisa las chinelas y, bajando a brincos las escaleras, me largaba al baile.

Aquel día me acerqué hasta el carro y El Diablo, gentilmente, me abrió la puerta. Pero una vez al volante se convirtió en un espantoso monstruo de ojos ardientes al que le salía humo por las narices. Corría como si compitiese en las 500 millas de Indianápolis. El Diablo, además de que no respetaba semáforos ni señales, iba esquivando a todo el que se le ponía enfrente y otro poco, por un pelito, machuca a una viejecita que cargaba una bolsa de pan (por un momento me imaginé‚ que cuando vio a lo lejos a la viejita aumentó la velocidad para ver si alcanzaba atropellarla, mientras por dentro se animaba a hacerlo repitiéndose “¡La viejita! ¡La viejita! ¡Se me escapa la viejita!” Hasta que efectivamente se le escapó; qué‚ bueno). Yo llevaba las diez uñas pegadas al asiento del automóvil, mientras él pisaba el acelerador del auto con más frenesí que nunca: 90, 100, 150, kilómetros por hora. Y como mi desconcierto aumentaba de acuerdo con la velocidad, empecé haciendo gestos simiescos, para terminar, gritando y queriéndome lanzar por la ventanilla. Hasta estuve a punto de decirle a aquel hombre temerario: “Déjame aquí. Me voy en taxi, me alcanzas allá en la fiesta.” Pero temerosa de que El Diablo no quisiese salir conmigo nunca más, tuve que tragarme el pánico.

Cuando llegó la hora de estacionar el carro, aquel joven temerario, haciendo alarde de su genio épico, se empeñaba en aparcar su Duster viejo en un espacio chiquito chiquito. Ahí fue cuando ya muy alterada le advertí que tal acción le acarrearía infelicidad, porque en ese lugar no entraría ni un patín del diablo; pero El Diablo, lanzándome una mirada violenta, contestó: “No me regañes, porque muerdo.” Y si se estacionó.

Ya en la fiesta, El Diablo, entre alegres carcajadotas, me contaba historias ciertas y falsas de todas sus cicatrices: “Esta me la hice escalando el Pico de Orizaba, está buscando oro con los gambusinos, y esta con…” cada una era prueba irrefutable de su valentía y temeridad. Así estuvimos, con gran satisfacción y alegría, hasta muy entrada la noche cuando tuvo que suceder un drama: a un muchacho de aspecto gallardo y musculoso se le ocurrió dedicarme sonrisitas. Ahí fue cuando El Diablo, lleno de furia y con el pulso muy alterado, se le enfrentó a aquel Don Juan, mientras que yo procuraba convencerlo de que no había motivo para echar pleito: y le decía, en el tono más despreciativo hacia el otro, “cálmate, Eduardo, mira que a mi ese cuate no me gusta; le veo los conejos y me da asco.” Pero El Diablo y el fortachón se hicieron de palabrotas y Eduardo lanzó un buen golpe en el estómago, mientras el joven musculoso de amable presencia acogiólo con agrado y le dio tal apretón que hizo que El Diablo se retorciese como si se estuviera muriendo de risa. La verdad es que no supe a quién declarar vencedor, y aunque, con el susto, me sentía al borde de un precipicio, también me comencé a sentir feliz de que dos muchachos tan valientes estuviesen ensartados en feroz batalla luchando por conquistar mi amor: ¡El máximo del placer! Creo que el otro acabó con los dedos rotos.

Después de aquella mística experiencia en la que El Diablo se lió a golpes, cuando se paraba en algún alto y estaba muy entretenido viendo la manera de faltar a alguna regla de tránsito, yo volteaba a ver al conductor de al lado, le mostraba la lengua, le hacía dengues y muecas siniestras y cuando el conductor contemplaba, muy sorprendido, lo que estaba pasando, yo decía al Diablo: “Mira, Eduardo, no te has dado cuenta, pero el tipo del carro aquel me está coqueteando”. Ya mejor ni digo el gusto que experimentaba por las consecuencias de mi mentira.

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