Instructor De La Escuela De Manejo

La siguiente carta con sabor a polilla me la encontré en un montón de papeles viejos. Ha de haber sido de… no sé, pero tiene un aire romántico que me gustaría compartir: Querido señor director de la Escuela de Manejo:

Desde que vi por primera vez el rostro amarillento y al parecer eternamente rodeado de una nube de moscas del instructor Castañeda, así como al percibir su fuerte aliento alcohólico, supe que todo eso daba al traste con la imagen tal vez demasiado elevada que tenía yo de la escuela que usted administra.

Estoy segura que profesores como ese señor Castañeda no quiere uno ni verlos con telescopio: llegaba con retraso y mondándose los dientes con palillos o, si no, cayéndose de borracho.

A veces, con la voz angustiada y guiñando un ojo, miraba hacia una taberna y me sugería: “¿Vamos a reponernos?” Después de acompañarlo al bar, en el momento en el que él se sentía más alcoholizado me preguntaba: “¿Sufriré una congestión si me acuesto?” Si alguna vez yo le hice notar que no tenía tiempo para despilfarrarlo en cantinas, él me adjetivo de desconsiderada. Todavía siento que me ahogo de cólera y de pavor, al recordar que, en alguna ocasión, por el deseo del señor Castañeda de irse a comprar un refresco, me dijo que ya estaba yo capacitada para darme solita unas vueltas, por lo que me soltó el carro. Y en esa ocasión la cosa sí se puso grave, porque ese día me agarraron muy feo los nervios y lo primero que escuché, después de que el carro se culebreó varias veces, fue el aullido de un animal y luego un estruendo horrible, al mismo tiempo que vi cómo un relámpago llenó por completo el cielo. Otro poquito, se lo digo, y me mato. Sí, me mato. De no ser por esa oración en latín que el mismo señor Castañeda me había enseñado para casos de emergencia, ahorita no estaría yo aquí contando mi historia. Y le juro, señor director, que los días que siguieron a aquel accidente yo no podía ni pensar ni estarme en pie.

Mire, señor director, si no quise decir nada desde un principio, o sea, si me quedé callada, es porque la persona del instructor Castañeda era atenta y demasiado amable. Recuerdo cómo me dijo que aquellas clases de manejo estaban predestinadas por el cielo, que todo aquello era el principio de una amistad larga y apasionada, que la necesidad de verme se estaba convirtiendo para él en una obsesión insufrible, que no estar cerca de mí lo atormentaba, que él a mi vida había llegado no para traerme la paz, sino la guerra. De ninguna manera me resultó todo aquello extraño, ya que mi personalidad, además de interesar, gustar, conmover lo que sea, es la de una mujer que no suele ser ni desagradable ni odiosa. Pero, la verdad, fue en ese momento cuando me di cuenta que de aquellas clases de manejo lo que más me interesaba era la guerra.

Para finalizar aquello que parecía una declaración de amor, el señor Castañeda me dijo: “Deja que te dé un beso, que calme tu sed para siempre.” Todo así mientras yo trataba, hasta donde podía, de permanecer imperturbable ante el volante. Cuando él pensó que ya me estaba convenciendo, fue cuando se aprovechó de mi emoción y me propuso que le comprara el boleto para la rifa de un juego de té.

En el poco tiempo que tuve de conocer al señor Castañeda, tuve la impresión de que estaba yo tratando con un hipócrita y un canalla, porque sucedió que después de que definitivamente le dije que lo nuestro no podía ser, llegó hasta mi casa una carta anónima que contenía una serie de maldiciones, amenazas e injurias violentas.

Todo lo anterior, señor director, provocó que el lapso dedicado a la instrucción resultara muy corto; además, el tiempo que debió haber sido efectivo para la instrucción, la mayor parte de él lo consumía el señor Castañeda (nada más su sólo nombre me hace sentir mareada) en el chismorreo: contarme sus querellas en el trabajo y tratar de inculcarme sus ideas religiosas, por lo cual quedó muy poco espacio para que yo aprendiera algo.

Agradeciendo de antemano la atención que sirva prestare a la presente solicitud, quedo de usted como su segura servidora.

A t e n t a m e n t e

Rosa Carmen Ángeles es Profesora de la UNAM de México

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