Vidas de perros


Una buena forma de comenzar el día sería tomando conciencia de los derechos civiles del perro. ¡Cuán horrible sería el destino de la especie humana si un día se decretara una ley huera que le otorgase al director de un centro antirrábico acabar con todos los perros que se cruzan en su camino! Hay gente llena de odio que cuando pasa cerca de un perro, aun cuando se trate de uno de esos perros honestos, experimenta el extraño prejuicio de que el can se lanzará a morderla, y antes de que el pobre animal se acerque a limosnearle un hueso, ya le están lanzando una pedrada. Tal vez por eso hay en el mundo tantos perros que se amotinan en pandillas y vagan biliosos y desconfiados.


Los brujos dicen que todo perro se parece a su dueño; entonces, el perro de un hombre ruin, frustrado y despreciable: por cualquier cosa ladra o hace pedazos una pantufla. O perros trentenamente inteligentes, a los que para parecerse a sus amos solamente les hace falta aprender computación. Pero los hay también perros capitalistas o “archirrefinados”, cuya cultura espiritual y conciencia de clase no les permite inmutarse, en lo absoluto, por las adversidades en las que sobrevive el perro sin hogar.


El refrán dice que no hay mejor amigo de un hombre que un perro, tal vez sea cierto. En España yo conocí a un perrito gallego de ojos lagañosos y sucios bigotes que bien pudo haber tenido gran porvenir en un circo, pero nunca salió de Paraños, su aladea, y ni siquiera conoció la televisión. Este perro vivía con su amo, un gallego borracho y desquiciado que le profesaba una amistad equivocada: le ofrecía al animal aguardiente o le acercaba al hocico un vaso de vino Ribeiro; y ya cuando estaban ambos borrachos, juntos cantaban canciones rancheras mexicanas o bailaban muñeiras gallegas. El hombre decía que son los perros los únicos que pueden ver de frente a la Santa Compaña.
¡Te he amado siempre, Perro Aguayo!


En nuestro México, el nombre más común para un perro es el de Firuláis, pero a la gente de nuestro país le gusta, también, ponerles a los perros nombres festivos. Entonces, el perro tiene que aguantarse el coraje de gastarse la vida llamándose cínicamente Sincalzones o Solovino. Los nombres en inglés también tienen éxito entre algunos perros paisanos: mis primos los Villanueva, en su infancia, tuvieron un perro policía al que llamaban Jimmy, pero resulta que Jimmy también se llamaba un vecino gringo que en la esquina vivía. Cuando el gringo se dio cuenta de que los Villanueva habían bautizado al perro con el mismo nombre con el que él firmaba sus cheques bancarios, ardió tanto en cólera que, para vengarse, adoptó a varios perros callejeros a los que llamó con los nombres de los Villanueva: Ramón, Conrado y Micaela. Con el tiempo, el gringo se acostumbró tanto a los animales que les agarró mucho cariño; pero a la gringa de su mujer se le dispararon los celos y empezó a pelearse con el marido. A causa de las interminables disputas sobre los perros acabaron divorciándose.


Mi perra se llama Matilde y anda siempre muy limpia y emperejilada; mi madre dice que Matilde es hija suya, pero mi padre alega que Matilde no es hija de él; entonces Matilde viene a ser, como quien dice, mi media hermana. Maty nació un soleado día de mayo y se quedó soltera por culpa de mi madre, quien no la dejo casar. Matilde se enamoró de un perro calavera y muy mundano, quien de ella se hallaba también positivamente enamorado: el novio de Matilde se paraba horas enteras frente a la puerta de la casa, a veces, junto con otros perros, llegaba a darle serenatas sentimentales. Ante tantos obstáculos y complicaciones que le puso y que le ocasionó la familia, el perro callejero, con el tiempo, se fastidió y abandonó su pasión por Matilde; posteriormente, se supo que terminó su vida sentimental con una perrita sucia, escandalosa y fea; ambos deben estar ahora casados y hasta deben tener ya nietos. Con el tiempo, a Matilde le salió otro pretendiente: un perrito gallado, guapo y pelirrubio que a Matilde le hacía ojitos; ambos nacieron chilangos, aunque a él, por un tiempo se lo llevaron a vivir a Nueva York.

El perro aquel estaba muy viajado y era tan de buena familia que tomaba una actitud muy parecida a la jactancia, y eso era, exactamente, lo que a Matilde le repugnaba. Entonces fue cuando se dio cuenta de que su pasión por el callejero no hacia posible que ella pudiese aceptar otros romances, que su amor era de una sola pieza y de un solo perro, definitivo y para la eternidad. Mi mamá, aquel remordimiento de conciencia lo arregló diciendo “¿cómo se atreve esta perra tonta a hacerle caso a ese animal, cuando ni siquiera sabe cuál es su tipo de vida?”


Si se pasea por Reforma o se camina en la periferia de la colonia Roma, nunca falta el perro indigente que aparece con cara asustada y los ojos bien abiertos, procurando adivinar el humor con que amaneció el conductor del tráiler o camión que lo puede dejar planchado en el pavimento, o semblanteando el estado de ánimo con el que despertó el oficinista burócrata, quien para vengar sus frustraciones, mala paga y olvidando las reglas más elementales de cortesía le lanza una patada al primer perro en situación de calle que se cruza por su camino. Son muchas las monstruosidades que se comenten en contra del perro sin familia. Desposeídos y sin fe desde tiempos de la Conquista Española, reclaman al nuevo gobierno les haga justicia. En esta época me anima un sueño optimista: construirle al perro sin hogar un concepto más sano de vida.
*Rosa Carmen Ángeles es profesora de la UNAM de México

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